Es innegable que hoy el ideal de autonomía individual se halla en un auge cultural sin precedentes. Desligarse de todo “lo dado”, es decir, aquello que no elegimos y proviene del contexto, de la naturaleza, de la divinidad o del simple azar (como el sexo bológico, la familia, la cultura o la tradicion) aparece como condición necesaria para ejercer la verdadera libertad. Bajo esa lógica, la eutanasia suele presentarse como la máxima expresión de autonomía.
Pero, ¿cómo interactúan entre sí la vida y la libertad? ¿Es la vida un don indisponible -e intrínsecamente valiosa y digna- o, más bien, un proyecto donde cada persona, en el ejercicio de su autonomía, puede decidir no sólo cómo vivirla, sino también cómo y cuándo darle término?
Es claro que la eutanasia ha ganado terreno en la opinión pública: el 76% de los chilenos está a favor de su legalización (Cadem, junio 2025). Esa mayoría se explica, en gran medida, por la empatía (rasgo profundamente humano) que despiertan los casos extremos de sufrimiento. De ahí que se apele frecuentemente a la “muerte digna” y la libertad para decidir sobre la propia vida.
Actualmente, avanza en el Congreso un proyecto de ley donde se establece el derecho a recibir atención médica con el fin de acelerar la muerte si el paciente se encuentra afectado por una condición terminal e incurable. Sin embargo, vale la pena acentuar que las modificaciones que esta normativa pretende introducir no son inocuas, sino que representan cambios sustanciales respecto de la forma en la que comprendemos y regulamos el dolor, la muerte y la dependencia.
Con todo, la apelación a la autonomía contiene al menos dos defectos. Aunque en el plano lógico existe la posibilidad de tomar la opción por la eutanasia libre de cualquier presión indebida, el solo hecho de abrir la posibilidad pone una enorme carga sobre quién padece la enfermedad. El gran riesgo, es que la decisión final está mediada por el deseo de no ser una carga para la familia o por haber recibido cuidados paliativos insuficientes.
Por otro lado, quienes defienden la legitimidad de decidir el término de la propia vida, establecerlo como un derecho y obligar al Estado a entregar las condiciones para ejercerlo, se contradicen cuando pretenden invocarla solo en casos restrictivos. Si todo ser humano puede desplegar su plena libertad individual sin otra limitación que el respeto por los proyectos de vida ajenos, ¿por qué no podría terminar con su vida en toda circunstancia, sin apelar a motivo alguno más que la determinación profunda y libre de poner fin a su existencia?
Naturalmente, la posibilidad de legalizar el suicidio asistido sin causales resulta tan impopular como indeseable. Pese a la progresiva subvaloración de la vida, persiste un sustrato cultural que le reconoce primacía sobre cualquier otra consideración. De ahí que la tarea de una comunidad política sea redoblar sus esfuerzos por mitigar el dolor evitable y asegurar a cada persona la libertad de no prolongar artificialmente su existencia, como ya lo permite nuestra legislación. De lo contrario, corremos el riesgo de erosionar de manera irreversible los valores compartidos que constituyen el fundamento mismo de nuestra civilización.
Kevin Canales es director regional de IdeaPaís Biobío. Columna publicada en El Sur, el 28 de septiembre.
