Señor director:
A una década de la entrada en vigencia de la Ley de Inclusión Escolar, el funcionamiento del Sistema de Admisión Escolar sigue siendo motivo de preocupación. Aunque la reforma buscaba eliminar barreras de entrada y garantizar el derecho a la educación, en la práctica eliminó la valoración al esfuerzo académico y ha limitado el crecimiento de buenos proyectos educativos, incluso con alta demanda y buenos resultados.
Si el Estado hubiese priorizado el fortalecimiento de la educación pública mediante la creación de oferta de calidad, muchas familias optarían por la educación estatal libremente, como ocurría en el pasado con los liceos emblemáticos. De este modo, lo público habría ganado legitimidad no por imposición, sino por mérito.
Diez años después, la promesa de una educación más justa se volvió una trampa burocrática, incapaz de garantizar oportunidades reales. Miles de jóvenes quedan atrapados en un modelo que frustra sus sueños, cerrando caminos que deberían estar abiertos. La educación de calidad no se decreta: se construye con esfuerzos colectivos, con políticas que prioricen el desarrollo escolar desde la infancia y una mirada que permita acompañar —de verdad— los caminos que niñas, niños y jóvenes aspiran a recorrer.
América Castillo es coordinadora de universitarios de IdeaPaís y profesora. Carta publicada en La Segunda, el 18 de junio.