En política, pocas cosas son más delicadas que alterar las reglas del juego una vez que el partido ya ha comenzado. No solo porque genera incertidumbre, sino porque revela una comprensión distorsionada del rol del Estado en una democracia: no como garante imparcial, sino como jugador que busca inclinar la cancha a su favor.
El episodio reciente en torno a la tramitación de la nueva ley de pesca es un buen ejemplo de esto. La actual legislación —aunque afectada por los escándalos de corrupción en su tramitación— fue, en su momento, fruto de un acuerdo técnico y político amplio, que permitió avanzar hacia un sistema de licencias –a 20 años– con criterios objetivos y que trazaron estrategias productivas a largo plazo. Hoy, el gobierno pretende reemplazarla no solo a partir de datos erróneos, sino además con un contenido regresivo: una mala ley, nacida con un nuevo vicio de origen, que amenaza con desmantelar la pesca industrial y romper el delicado equilibrio entre sus distintos actores.
Este patrón no es nuevo. Desde los inicios de la nueva izquierda, pasando por la Convención Constitucional y la campaña de Gabriel Boric hasta la actualidad, ha exhibido una peligrosa pulsión refundacional: cada vez que identifica un problema, su respuesta no es reformar, sino desarmar lo existente y partir desde cero. Como si la historia comenzara con ellos. Como si fueran los únicos moralmente habilitados para dictar normas, y el pasado no tuviera nada que aportar.
Lo vimos cuando anunciaron que revisarían todos los tratados de libre comercio, poniendo en entredicho décadas de integración internacional. Lo vimos en la discusión del voto obligatorio y el sufragio de migrantes, donde su discurso cambió según la conveniencia del momento. Lo vemos hoy en sectores estratégicos: en energía, intentando modificar el régimen de precios estabilizados para la generación distribuida, afectando proyectos ya en marcha; en litio, frenando inversiones clave con un diseño estatal confuso y burocrático que espantó a actores como BYD y Tsingshan. Lo vemos, sobre todo, en la forma en que el gobierno trata los consensos técnicos y políticos del pasado: con desdén, como si bastara con haber llegado al poder para tener derecho a desecharlos.
La política, por cierto, no puede ser inmovilista. Las reglas deben revisarse y adaptarse cuando la realidad lo exige. Pero refundar todo de manera impulsiva no es valentía, es irresponsabilidad. No hay nada más dañino para el desarrollo de un país que un Estado que actúa como juez y parte, cambiando las normas sobre la marcha, generando una asimetría intolerable entre quienes hacen las reglas y quienes deben obedecerlas.
En un país que necesita inversiones, certezas y diálogo, gobernar con espíritu refundacional no es solo una torpeza técnica: es una señal política profundamente riesgosa. Porque las reglas del juego no pertenecen al gobierno de turno, sino a todos. Y vulnerarlas compromete mucho más que una ley: compromete la confianza misma en la democracia.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 14 de mayo