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Probablemente mientras usted lee esta columna algún caso de homicidio, secuestro, balacera en colegio, narcotráfico, licencia “trucha” o lo que la imaginación permita, está ocurriendo. Porque de un tiempo a esta parte nuestro país se transformó en eso, el lugar donde lo más abyecto de la imaginación ocurre, donde lo más bajo del envilecimiento humano tiene lugar y hora. Lo peor de todo es que ya no nos sorprendemos, todos son una cifra más. Dentro de lo más “reciente” está la terrible muerte de Francisco Albornoz, joven de tan solo 21 años en circunstancias difíciles de comentar en estas líneas, no solo porque es un caso judicial que recién comienza, sino también por la debida prudencia con el inmenso dolor que siente su familia. Sin embargo, en dicho caso se comprende una parte no menor de la crisis que vive Chile desde hace años, y que incluso escapa de las lógicas de un mero problema de seguridad como algunos pudieran suponer.

Francisco nació a inicios de este siglo, en 2004, cuando el jaguar de Latinoamérica estaba en su “boom”, El mismo periodo en que el país había superado –o de eso nos convencimos– los miedos atávicos con los que vivía la inmensa población chilena de los ochenta: el miedo a la pobreza, al desempleo, al botón nuclear, a la revolución verde olivo, etc. Francisco probablemente creció viendo el sobreestímulo de entretención que irradiaba la televisión, la tranquilidad que transmitían las instituciones de que en Chile todo estaba bien y que caminábamos a estar aún mejor; al punto que el IMACEC se daba en los matinales para confirmar aquello (como si alguien lo entendiera). No obstante, Francisco solo lo vio, no lo vivió.

Según consigna un reciente reportaje en The Clinic, siendo aún muy pequeño, el 2005, su madre –de su padre nada se sabe– fue detenida en al menos cinco oportunidades por robo en multitiendas. Con el paso del tiempo ese registro aumentó y se sumó el consumo de drogas, pasta base para ser exactos. Cuando Francisco tenía cinco años, ella intentó rehabilitarse en una comunidad cristiana en la Población Pablo de Rokha, liderada por Julio Coronado. La mujer no resistió la rehabilitación y junto con irse “regaló” a Francisco al líder de dicha comunidad, a Julio Coronado y a su familia. Ellos lo adoptaron como uno más del núcleo Coronado Díaz, le inculcaron las cosas básicas, desde el amor incondicional hasta los modales. Se adaptó, recibió educación formal y superior. Adquirió cierta autonomía y aspiraba –según relata dicho reportaje– a una superación aún mayor. Hasta que pasó lo que todos vimos en las noticias.

En la misma época en que Francisco nació, Gonzalo Vial Correa ya denunciaba la progresiva crisis moral chilena, materializada principalmente por la sobreabundancia del discurso del “vive como quieras”, de un despojo de proyectos de vida basados en el progreso material, cultural y espiritual. El historiador tempranamente anotó que esos proyectos meramente aislados de todo buen vivir eran perniciosos, en gran medida, para la juventud. Asimismo era interpelador en cuanto a lo que como país se le ofrecía a las nuevas generaciones: “¿cómo predicar la “vida buena” si no se cree en ella?” Pregunta clave en 2004 pero también en este caso y en esta época, en donde los proyectos políticos giran en torno a la encuesta del domingo y no la crisis moral chilena que cada día recrudece más; puesto que este caso y tantos otros del que probablemente ni nos enteramos, escapan de la mera lógica de la libertad individual, de “decisiones personales”, del repetido mantra “mi libertad comienza donde termina la de otro”, sino que habla de un ecosistema en donde la persona está sola en un sistema anónimo y usualmente cruel. El slogan “vive y deja vivir” es ciego y está siendo, literalmente, vil con las nuevas generaciones: ¿sabemos de los problemas de afectividad en los jóvenes?, ¿somos conscientes del transversal y alto consumo de todo tipo de drogas?, ¿cuan mercantilizada está la vida personal?

En suma, ¿nos hacemos las preguntas incómodas o seguiremos dejando todo detrás de un tupido velo? Porque finalmente todo esto parece estar anidado en el discurso de la autonomía personal, –hoy por hoy transversal en la arena política–, y esa justificación está haciendo agua por los cuatro costados y por ello hemos construido un país solitario que deja a muchos solos en la noche –como dice Rodrigo Fluxá en su célebre libro que también aplica para este caso, puesto que con progreso material subsanamos un poco las vulnerabilidades de base, pero no necesariamente se aspira a la integridad de cada persona.

En el joven Francisco Albornoz estaba despuntando la vida, la juventud era para él –sin conocerlo– una promesa por conocer. Francisco era una promesa de esas que nos hicieron en los noventa, de estudiar, superar barreras naturales y “ser alguien”; pero al mismo tiempo, un hijo no querido de esos treinta años, esos que despojaron a la juventud de horizonte vital y hoy habita una nación con un desastre juvenil por la carencia de sentido e identidad. Francisco es la promesa y misión que alguien deberá cumplir.

José Manuel Cuadro es coordinador editorial de IdeaPaís. Columna publicada en El Mercurio, el 13 de junio

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