Desde hace casi dos años, el denominado caso Convenios se ha transformado en uno de los escándalos más significativos de la política chilena. Estalló tras un reportaje en junio de 2023 del medio chileno online Timeline en que se revelaban traspasos de dinero irregulares entre el Estado y la Fundación Democracia Viva. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, parece haber detrás un entramado más profundo y sistemático: la existencia de una red de traspasos directos de fondos estatales a fundaciones con vínculos políticos, sin procesos de licitación ni controles adecuados. Estas fundaciones de izquierda, muchas de reciente creación, recibieron miles de millones de pesos para ejecutar programas públicos, pese a carecer de experiencia o capacidad técnica. A la fecha, la investigación abarca más de 50 fundaciones y suma más de 14 mil millones de pesos involucrados (aproximadamente 16,4 millones de dólares), en al menos once regiones del país, afectando a ministerios, seremis y gobiernos regionales.
Lejos de ser un escándalo exclusivo de Chile, este episodio parece ser uno más de un patrón observable a nivel internacional. En el libro La galaxia rosa, Sebastian Grundberger documenta cómo distintos gobiernos de la nueva izquierda en América Latina y Europa han desarrollado redes de poder que operan bajo una apariencia progresista. Estas redes transnacionales —como el Foro de São Paulo o el Grupo de Puebla— combinan partidos políticos, ONG, medios, centros académicos y fundaciones, muchas de ellas financiadas directa o indirectamente con recursos públicos. Un caso paradigmático fue la Fundación CEPS, núcleo intelectual de Podemos en España, que recibió más de 7 millones de dólares del gobierno de Hugo Chávez. En Bolivia, Ecuador o Nicaragua proliferaron fundaciones que operaban como brazos del oficialismo para hacer propaganda, distribuir beneficios o formar cuadros. Y actualmente lo que tiene a Pedro Sánchez en la cornisa es precisamente el escándalo desatado tras un informe de la Guardia Nacional que revela que dos de los más cercanos del mandatario español –del PSOE– habrían estado durante años envueltos en el cobro de comisiones ilegales por contratos de obras públicas (620 mil euros aproximadamente).
La llamada «Operación Delorme» ha revelado un esquema de corrupción que comenzó con contratos inflados de mascarillas durante la pandemia y se extendió al cobro de comisiones por contratos de obras públicas, el uso de empresas pantalla para el blanqueo de capitales, y presuntas irregularidades incluso en las primarias que llevaron a Pedro Sánchez a liderar el PSOE. Figuras clave de su círculo más cercano —como el exministro José Luis Ábalos, el asesor Koldo García y el ya exnúmero 3 del PSOE, Santos Cerdán— están implicadas en grabaciones filtradas y serán juzgadas por diversos delitos, incluyendo cohecho, tráfico de influencias, organización criminal y malversación. A esto se suma la apertura de investigaciones judiciales que involucran a su esposa y hermano, así como al fiscal general del Estado. Aunque Sánchez ha negado toda responsabilidad y ha descartado su renuncia, el patrón de descomposición institucional es cada vez más evidente.
Estos acontecimientos comparten una lógica común: hablamos de fondos públicos (estatales, fiscales, de todos los ciudadanos, o como usted quiera llamarlo), invocan causas nobles y ante el descubrimiento reaccionan deslegitimando cualquier fiscalización como persecución ideológica. En Chile la arquitectura paralela que permitió esta red tuvo un punto de inflexión en 2022, cuando la Dirección de Presupuestos (Dipres) del Ministerio de Hacienda modificó la glosa presupuestaria para eliminar el requisito de experiencia previa. Este aparente tecnicismo abrió la puerta a convenios directos con fundaciones sin licitación ni control técnico.
Entre los casos más controvertidos de nuestro país destaca el de la Fundación Procultura. No sólo por los montos involucrados o las irregularidades administrativas, sino por la profundidad de sus vínculos con el entorno presidencial. Su director, Alberto Larraín –amigo de confianza de Boric–, imputado por delitos como fraude al fisco, malversación de caudales públicos, lavado de activos, tráfico de influencias y financiamiento ilegal de campañas, aparece en escuchas reconociendo el desvío de fondos a actividades proselitistas: “gasté esta plata en la campaña de Boric”. La Fiscalía ha detectado pagos sin respaldo, boletas falsas, triangulación de recursos y contrataciones encubiertas de operadores políticos. Procultura habría sido un canal para financiar, entre otras cosas, la candidatura presidencial de Gabriel Boric y la campaña del Apruebo en 2022.
El caso llegó al corazón del poder. La investigación incluyó la interceptación de más de 40 líneas telefónicas que alcanzaron al propio Presidente Boric, quien aparece en una conversación con Josefina Huneeus, exesposa de Larraín, donde se habría coordinado una defensa común y solicitado información sobre Irina Karamanos, la ex pareja del Presidente. También figura involucrado Miguel Crispi, hasta hace unas semanas jefe del Segundo Piso de La Moneda y ex Subsecretario de Desarrollo Regional y Administrativo, cargo clave en la relación entre fundaciones y gobiernos regionales y quien avaló la reasignación de fondos públicos para que el gobierno regional de la Región Metropolitana, a cargo de Claudio Orrego, firmara un contrato de más de $ 1.800 millones con Procultura –esta semana el gobernador regional fue allanado en su casa por este mismo caso–. Otros nombres del oficialismo que aparecen en chats filtrados o declaraciones son Víctor Ramos (actual subsecretario del Interior), Diego Ibáñez (diputado FA), Sebastián Balbontín (ex candidato RD) y el mismo Claudio Orrego (actual gobernador de la Región Metropolitana).
La gravedad del caso no radica únicamente en los hechos delictivos, sino en el patrón institucional que revela. El corazón del problema es el uso de fundaciones como vehículos para sostener redes políticas, distribuir empleos y canalizar recursos públicos hacia fines ideológicos o electorales. Lo que estamos presenciando no es sólo corrupción administrativa, sino una forma de captura del Estado que debilita su legitimidad y erosiona la democracia.
Lo mismo ocurre en Chile. Ante la evidencia, el Frente Amplio ha optado por un libreto predecible: acusar lawfare, denunciar espionaje, y desviar la atención hacia los métodos más que hacia los hechos. La filtración de los llamados telefónicos fue leída por el partido de gobierno no como una señal de alerta institucional, sino como un ataque político. Así, lo que debería haber sido un punto de inflexión se convirtió en una operación defensiva.
En paralelo, la confianza en la democracia se desploma. Según la última encuesta CEP, sólo el 44% de los encuestados afirma que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, y un 34% sostiene que le da lo mismo vivir en democracia o bajo un régimen autoritario. Las consecuencias de este deterioro no son abstractas; de hecho, tiene consecuencias tangibles: menor inversión, peor crecimiento económico, debilitamiento del Estado frente al crimen organizado, y una ciudadanía más cínica y resignada frente al poder.
Lo que representa estos escándalos es un retrato descarnado de la nueva izquierda y el uso instrumental que en ocasiones han hecho del Estado. Revela, además, que aquellos que prometían cambiar la política han replicado, y en algunos casos profundizado, las prácticas que venía a erradicar. Una forma organizada de consolidar hegemonías políticas a través del control del aparato estatal, la captura de fondos públicos y la ocupación de espacios sociales con operadores ideológicos. Y cuando se les confronta, apelan al victimismo, acusan montajes, deslegitiman a jueces y fiscales.
En Chile lo verdaderamente paradójico es que esta red no fue obra de una vieja clase política aferrada al poder, sino de una generación que llegó prometiendo hacer las cosas distintas. Una coalición que se presentó como moralmente superior, que aún hoy se comporta como si tuviera el monopolio de la ética pública, ha demostrado no sólo no tener estándares más altos, sino una temeraria falta de escrúpulos para apropiarse de recursos destinados a los más pobres. Y lo ha hecho sin pudor y sin autocrítica. Sin ninguna mención en la última cuenta pública del Presidente Boric. Ni un gesto de reconocimiento ni una reflexión sobre el daño causado.
Lo que estamos viendo no es el fin de una promesa, sino su inversión más cínica: en nombre de la justicia social, se justificó el financiamiento irregular; en nombre de la participación ciudadana, se montaron estructuras paralelas; en nombre de la nueva política, se repitieron los peores vicios de la vieja. Pero con la arrogancia de quienes todavía se creen superiores. Y esa mezcla —corrupción con coartada moral— es quizás la más peligrosa de todas.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en Diálogo Político, el 20 de junio.