Pocas imágenes condensan mejor la decadencia cultural que ver a más de mil hombres formando fila para tener sexo, por turnos, con una sola mujer. No se trata de una distopía escrita por Houellebecq ni de un performance de la artista Marina Abramović. Es lo que ocurrió hace unas semanas en Inglaterra, cuando Bonnie Blue, una “creadora de contenido para adultos”, afirmó haber batido un “récord mundial” al tener relaciones sexuales con más de mil hombres en doce horas. El evento fue publicado en su cuenta de OnlyFans, hasta que la plataforma decidió expulsarla. Su remoción no fue por cuestionamientos morales, sino por el simple hecho de infringir los requisitos de verificación de identidad de sus participantes. La escena, como es de esperar, dio la vuelta al mundo…
Bonnie Blue defendió su actuación y habló de autonomía, de placer, incluso agradeció. Aseguró que se sintió bien, que lo hizo porque quiso y que el cuerpo puede, como cualquier otro bien, ponerse al servicio de un objetivo, en este caso económico. Tras el evento, sus ganancias evidentemente se dispararon. Según declaró la protagonista, llegó a facturar más de un millón de dólares al mes. El récord sexual terminó siendo una jugada de marketing que dio paso al siguiente challenge: el petting zoo. Luego de su primera experiencia, esta vez Bonnie Blue planeaba permanecer veinticuatro horas atada y desnuda dentro de una caja de cristal instalada en una casa del centro de Londres, abierta al público para que cualquiera que entrara pudiera “hacer básicamente lo que quisiera” con ella.
Ya poco queda de acto sexual en esta escena propia de una exhibición artística. Y sin embargo, responde perfectamente a la lógica de plataformas como OnlyFans: pagar por visibilidad, monetizar la exposición y convertir la degradación en ganancia. Bonnie no es la única en este morboso mercado. Es una más entre miles de mujeres que, primero seducidas y luego esclavizadas por una falsa promesa de autonomía, riqueza y control, ingresan al mercado del sexo digital: un espiral de autoexplotación basado en la competencia por suscriptores, donde la única manera de destacar es haciendo contenido más extremo, más bizarro y más humillante. Ahora, esa presión no viene del clásico proxeneta, sino de la propia exigencia en una plataforma (legal) guiada por el algoritmo y el consumidor.
El problema no es solo la decisión de Bonnie Blue. Más bien, es lo que su decisión revela sobre el estado de cosas, porque ningún acto ocurre en el vacío. Y cuando una mujer se deja penetrar por mil hombres en doce horas, lo que merece atención no es solo su disposición, sino el deseo colectivo que la impulsa. ¿Qué empuja a miles de hombres a hacer fila para usar el cuerpo de una desconocida? ¿Qué mensaje se transmite cuando tantos participan con entusiasmo en una escena diseñada para recrear una dinámica de dominación y humillación?
En rigor, los challenges de Bonnie Blue no dicen tanto de ella como del entorno que los permite. De los participantes, de la industria y del público. Hombres que convierten el deseo en un acto de poder, donde lo que excita no es el cuerpo sino la sumisión del otro. Una industria que, bajo el velo de la autonomía falaz y falsamente neutral y el supuesto empoderamiento que a ella le sigue, vende como libertad sexual lo que en realidad es una forma de sometimiento. Y una cultura que ha convertido la humillación femenina en una forma rentable de entretenimiento viral.
Las cámaras y los contratos no cambian lo esencial: solo solidifican una escena de dominio colectivo, legitimada por el lenguaje del marketing y vendida como contenido premium. Y aunque las protagonistas digan que nadie las obliga, que fue idea suya y que lo disfrutaron, el contexto en que ocurre obliga a preguntarse qué tan libre es una elección que, en el mejor de los casos, fue la promesa de reconocimiento, y en el peor, por la necesidad. Cuesta hablar de libertad cuando la recompensa está asociada al límite que se está dispuesto a cruzar. S el escándalo se concentra en Bonnie Blue es porque no nos hemos detenido lo suficiente a pensar en la fila de mil hombres esperando su turno. De todo esto, la verdadera pregunta es por qué hay tantos dispuestos a participar. Por qué hay tanta audiencia. Por qué tanto entusiasmo ante la degradación.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 22 de julio
