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Cada vez que se aproxima la última Cuenta Pública Presidencial, surge una pregunta inevitable: ¿qué legado deja el gobierno?  En el caso del presidente Gabriel Boric, la respuesta más habitual desde el oficialismo ha sido la enumeración de iniciativas particulares que se han desplegado estos años: la ley de 40 horas, la creación del ministerio de seguridad, el copago cero en Fonasa, la reforma de pensiones, entre otras. Sin embargo, ¿basta con una lista de iniciativas para hablar de un verdadero legado?

Un legado político no se construye únicamente con una lista de medidas aisladas. Esas medidas deben tener un hilo conductor, un denominador común. Deben expresar una mirada de país, un proyecto colectivo, una dirección hacia la cual la coalición gobernante busca encauzar a la nación. Un legado es un conjunto de medidas que responden a una concepción específica del modelo económico y social, que define el rol del estado y del mercado, y que, en definitiva, transmite un marco ideológico estratégico a una nueva generación.

Ese ethos se vuelve evidente cuando interviene en la discusión política, porque define prioridades y proyecta objetivos de largo plazo. ¿Se adapta a la coyuntura? Sí, pero su agenda política no se reduce a apagar incendios.

Desde esa perspectiva, parece claro que Gabriel Boric no tendrá un legado propiamente tal cuando abandone la Presidencia. Más bien, dejará iniciativas implementadas, pero que carecen de un sustento político. Son políticas desconectadas entre sí e incluso incoherentes en su interior.

De forma temprana, a causa del triunfo del Rechazo en 2022, el gobierno quedó desorientado, sin capacidad de definir un rumbo claro. Desde luego, ha intentado tender puentes con la oposición en ciertos temas, incorporando las dosis de pragmatismo que todo gobierno necesita. Pero al mismo tiempo, sigue levantando agendas que buscan congraciarse con su núcleo duro (el tan destacado 30%), aunque muchas veces se trate de meros gestos simbólicos o acciones performáticas.

Legislativamente, el gobierno ha actuado bajo una lógica transaccional, buscando puntos medios para dejar contentas a las partes involucradas. No ha priorizado la evidencia ni los argumentos técnicos. Basta observar la discusión sobre la ley de fraccionamiento pesquero y la definición de nuevas cuotas, a pesar de los riesgos que implican para el empleo, la inversión y el crecimiento.

¿Hay alguna dirección en esa forma de hacer política? Ninguna. Esta falta de conducción política resulta relativamente novedosa en el progresismo chileno. Con todas sus tensiones internas, la ex Concertación encarnó un legado claro: el progreso material del país a través de la colaboración público-privada, el respeto irrestricto a los derechos humanos y la consolidación de ciertas seguridades sociales. Más allá de las políticas puntuales, tuvo una lectura de país y una actuación consistente.

Incluso el segundo gobierno de Michelle Bachelet, aunque nocivo y muy cuestionado, dejó un legado claro y articulado (de hecho, creó una Fundación para preservarlo). Su mandato recogió el malestar ciudadano con la desigualdad (o su percepción), y desde una mirada igualitarista de la justicia impulsó una agenda orientada al repliegue del mercado y al fortalecimiento del rol estatal en aspectos de la vida social y política del país.

Con mayoría en ambas Cámaras, el gobierno de Bachelet aprobó la ley de inclusión, instauró la gratuidad en la educación superior, aumentó los impuestos a las empresas y terminó con el sistema binominal. Todas estas iniciativas se alinearon bajo el paraguas de la igualdad sustantiva.

Hoy, la izquierda chilena enfrenta un vacío profundo de proyecto político. El presidente Boric deja tras de sí un progresismo sin norte ni dirección. Lo que existe es una sumatoria de nociones improvisadas, aprendidas en medio de las coyunturas que ha debido enfrentar. Y aunque aún restan nueve meses de mandato, el discutido “legado” es tan precario que difícilmente una generación venidera lo adoptará como propio.

Kevin Canales es Director Regional de IdeaPaís Biobío. Columna publicada en El Líbero, el 12 de junio

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