Hace apenas unas horas, en Estados Unidos, el joven activista conservador de 31 años, Charlie Kirk, fue asesinado a balazos mientras participaba en un evento universitario. La noticia recorre el mundo, y estremece no solo por la brutalidad del hecho, sino porque revela con brutal crudeza hasta dónde puede escalar un clima de intolerancia que ya conocemos demasiado bien.

Cuando las diferencias ideológicas dejan de resolverse en la confrontación de argumentos, tarde o temprano se transforman en violencia. Lo que ayer eran funas, hoy son balazos. Y lo más inquietante no es solo el crimen en sí, sino algunas reacciones posteriores: leer a cientos de personas repitiendo “he understood the risk”, como si simplemente opinar de cierta forma fuese un acto suicida. Ese es el verdadero signo de decadencia: asumir como normal que disentir implique arriesgar la vida. Difícil llamar a eso una sociedad libre, democrática y plural.

¿Cómo llegamos a este punto? No basta con observar el hecho aislado; hay que reconocer el caldo de cultivo que lo hizo posible. Una primera explicación está en la creciente fragilidad frente a la discrepancia. En lugar de aprender a discutir, a escuchar y a perder sin derrumbarse, muchos han sido educados en la idea de que toda diferencia es una ofensa personal. Esa incapacidad para tolerar el disenso se convierte fácilmente en rabia. Y una sociedad dominada por la rabia pierde su capacidad de deliberar y, con ella, la esencia misma de la vida democrática. 

A ello se añade una cultura pública dominada por consignas, que comprime la complejidad del mundo en slogans fáciles de repetir. Lo que alguna vez fue debate de ideas hoy se reduce a frases diseñadas para viralizarse en treinta segundos. La lógica del espectáculo nos ha entrenado en relatos binarios, donde siempre hay un “nosotros” luminoso y un “ellos” siniestro que debe ser derrotado. El resultado es una ciudadanía que ya no soporta la ambigüedad ni los grises, que necesita encontrar culpables inmediatos, que confunde la vida en común con la trama de una serie televisiva. Así, incapaces de ver matices, terminamos arrastrados por la lógica del enfrentamiento total.

A todo esto se suma la elevación de ciertas ideas o modas intelectuales al rango de verdades reveladas. Lo que debería ser objeto de discusión y deliberación se convierte en credo obligatorio. Quien se atreva a cuestionarlas no será rebatido, sino tratado como hereje, solo que esta vez, en lugar de ser quemado en la plaza pública, recibirá una bala en la yugular. La imagen es brutal, pero describe con precisión el riesgo: vivimos en sociedades que proclaman pluralismo mientras vuelven intolerable la más mínima disidencia frente a determinados “dogmas”.

Y para terminar de perder la fe en la humanidad, todo indica que este fenómeno no se detendrá aquí. Como en una secuela hollywoodense, el imperio contraatacará con las mismas armas. Y ese contraataque, lejos de contener la violencia, solo la expandirá: cada bando se sentirá autorizado para aniquilar al otro, hasta que ya no quede espacio común donde sostener la democracia.

Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 12 de Septiembre