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Según la nueva metodología propuesta por la comisión presidencial, en Chile, una de cada cinco personas se encuentra en situación de pobreza por ingresos y una de cada cuatro es pobre en términos multidimensionales. Lo que esta actualización revela no es un empeoramiento real de las condiciones de vida de las familias, sino una medición más precisa del verdadero alcance que tiene la pobreza en nuestro país. En otras palabras, es el termómetro el que cambia, mas no la fiebre. Esta distinción es clave, pues implica que las carencias estructurales siguen siendo una realidad urgente y latente, especialmente en los segmentos medios y bajos. Por tanto, más allá de la discusión técnica que pueda suscitar la revisión del instrumento, esta actualización abre una ventana en el debate público para reflexionar en torno al rol del Estado y su política social en el combate contra la pobreza.

La política social ha desempeñado un papel clave en la reducción de la pobreza y la desigualdad. La expansión en las últimas décadas del gasto social en salud, educación y pensiones ha contribuido a mejorar las condiciones de vida de millones de chilenos y avanzar en la concreción de derechos sociales fundamentales. No obstante, este esfuerzo está lejos de ser el único factor determinante. Más aún, atribuir exclusivamente al Estado la tarea de erradicar la pobreza resulta una simplificación ingenua y, en algunos casos, contraproducente.

Su ingenuidad, en primer lugar, radica en asumir que la capacidad redistributiva del Estado es condición suficiente para incrementar la autonomía económica de los hogares, clave para salir de la trampa de la pobreza. Aunque a algunos les cueste reconocerlo, el mercado cumple un papel igual o incluso más relevante que las políticas públicas que el Estado implementa. Por ejemplo, entre 1990 y 2017, aproximadamente el 90% de la disminución de la pobreza en Chile fue explicada por el crecimiento económico, más que por la asistencia social. Así, resulta inviable concebir una mejora estructural y sostenible en el bienestar de las familias si no se retoma un crecimiento económico sostenido, inclusivo y dinámico como base fundamental de la lucha contra la pobreza.

Por otra parte, algunas políticas sociales, aunque persigan objetivos loables, pueden resultar contraproducentes si se basan en diagnósticos errados, generando efectos negativos para quienes buscan beneficiar. Un caso ilustrativo —y contingente— es la discusión sobre la propuesta de un “salario mínimo vital” que asegure un nivel de bienestar para los trabajadores. Por muy noble que suene, fijar este salario sin considerar el contexto económico puede afectar la creación de empleo formal, debido al aumento de los costos laborales que perciben los empleadores, especialmente cuando el crecimiento económico no acompaña el alza salarial. De manera similar, un aumento excesivo de la carga fiscal sobre las altas rentas con fines redistributivos puede desincentivar la inversión, clave para la creación de empleo formal y el crecimiento salarial en sectores medios y bajos. Es decir, no toda política social diseñada en nombre de la justicia social beneficia necesariamente a quienes se pretende ayudar. 

En definitiva, no podemos esperar que la política social por sí sola erradique la pobreza sin un marco económico que fomente la eficiencia y la creación de empleos de calidad. Priorizar el crecimiento no implica renunciar a la inclusión social; al contrario, significa abrir más y mejores oportunidades para que las familias mejoren su capacidad de generar ingresos de manera autónoma, mientras se habilitan las condiciones para financiar políticas sociales responsables que redistribuyan riqueza de forma eficiente. Es de esperar que este tipo de reflexiones interpele oportunamente a la clase política, especialmente a quienes aspiran a cargos de elección popular, porque ahora que hemos cambiado el termómetro, hemos descubierto que, en realidad, teníamos fiebre.

Juan Pablo Lira es investigador de IdeaPaís. Columna publicada en Bio Bio Chile, el 10 de julio

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