José Antonio Kast está a 100 metros de terminar una maratón que empezó en 2017, con su primera aventura presidencial. Si nada cambia dramáticamente, todo indica que el 11 de marzo él asumirá como Presidente de Chile.

Sus desafíos no son pocos. El primero es actuar como candidato de segunda vuelta. El buen diseño de su campaña (cuya etapa final anduvo haciendo agua) debe continuar en la última parte. Eso implica mostrar temple, y empezar a hablar más como Presidente y menos como candidato opositor a un mal gobierno. Implica la ingrata tarea de integrar a personas y programas de candidaturas con las que hasta hace pocos días no se hablaban. Implica, en fin, abrir caminos y anuncios nuevos, que convoquen a una gran mayoría que le permita comenzar un gobierno desde una base popular sólida.

Si JAK gana, enfrentará lo mismo que todos los presidentes de esta década: ciudadanías impacientes; nichos intransigentes; aliados díscolos; y oposiciones implacables (en este caso, con no poca sed de venganza acumulada y más de una marcha). La casi mayoría parlamentaria para aprobar leyes es, ciertamente, un buen piso, pero insuficiente a la luz de los desafíos políticos que vienen. Porque ser un opositor eficaz no es lo mismo que ser un buen Presidente. Lo último requiere de un respaldo ciudadano que le dé aliento y fuerza a su legitimidad, y sostener así su capacidad de acción

También deberá proyectar políticamente a su sector, aprovechando el clivaje Apruebo/Rechazo. Esto consiste en construir un proyecto que comienza con su gobierno, pero cuyo legado —basado y articulado en torno a los bienes fundamentales que el Rechazo logró mantener— trasciende a sus cuatro años, a su partido y a sus socios.

Sin embargo, quizás el mayor reto de Kast tiene que ver con su propia identidad política. El cansador lugar común del péndulo (vamos de «extremo a extremo») supone una oportunidad única para él: mostrar que el suyo no es un proyecto ultrón. Yo pienso que no lo es (por de pronto, su partido se le quebró por la derecha), pero para que la mayoría también lo crea, debe esforzarse en parecerse más a Giorgia Meloni que a otros personajes de nuestro barrio. Eso exige pragmatismo: gobernar con gente que piense distinto, incluir a personajes que esperan ser excluidos, abandonar las amenazas y las descalificaciones por default, y ser muy serio en la ejecución de su gobierno de emergencia.

Ser conservador no tiene nada que ver con ser extremo. Meloni es prueba de que la gobernabilidad democrática y el conservadurismo político son totalmente compatibles, y pueden convivir con estabilidad. Si Kast se da cuenta de que para «detener el péndulo» y dejar en el olvido el injusto mote de ultrón, debe pasar de la lógica contestataria a una de transversalidad a lo Meloni. Así su gobierno será coherente y exitoso a la vez.

Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 20 de noviembre