La última encuesta CEP trae un dato revelador: la preocupación de la ciudadanía por las pensiones cayó de 32% en septiembre de 2024 a 25%, el nivel más bajo desde que se mide esta pregunta. El descenso no es casual. Ocurre justo después del acuerdo previsional alcanzado por el Congreso y durante su promulgación en marzo. En un país que llevaba más de una década atrapado en diagnósticos y bloqueos, el avance en pensiones marca un punto de inflexión. Y muestra que, cuando la política actúa, la ciudadanía responde.
Este dato adquiere aún más relevancia al considerar el contexto político. Desde el inicio, el acuerdo fue duramente rechazado por la llamada “derecha valiente” —republicanos y nacional libertarios—. Su oposición fue más moralizante que técnica. Se opusieron en nombre de la pureza doctrinaria, tildando de traición toda apertura a un acuerdo. Johannes Kaiser, incluso optó por enterrar la opción de una primaria presidencial en el contexto de fuerza actual de la derecha, por el solo hecho de que Chile Vamos lo respaldara.
Esta reacción, lejos de representar una legítima discrepancia, exhibe una comprensión equivocada y riesgosa del sentido de la política que va mucho más allá del desacuerdo técnico sobre cotización adicional o el destino de los fondos. La diferencia entre la derecha reformista y la extrema derecha no está solo en las posturas que defienden, sino en la naturaleza misma de su aproximación a la política y el lugar de las ideas en ella. Mientras la primera concibe las ideas como instrumentos al servicio del bien común, la segunda las trata como verdades absolutas, no sujetas a revisión ni a diálogo. Desde esa mirada, cada decisión se convierte en una prueba de lealtad doctrinaria. La política se transforma en un campo de batalla moral, no en una práctica imperfecta orientada a resolver los dilemas de la vida en común. Confundir principios con dogmas, y medios con fines no es solo un error filosófico: tiene costos sociales muy concretos.
La política testimonial, sin sentido de urgencia ni disposición a la construcción de acuerdos, no es solo estéril, es peligrosa. Es fácil aferrarse a la pureza cuando no se enfrenta el costo de la parálisis. Quienes pagan el precio de la intransigencia, a la larga, no son algunos sectores de la clase política, son los ciudadanos. Aquellos que durante más de una década vieron pasar proyectos de pensiones sin resultados, que trabajaron o cuidaron una vida entera y murieron esperando un acuerdo que les permitiera comprar sus medicamentos a fin de mes. En política, la oportunidad no es un lujo, es parte del deber.
A las personas no se les puede decir que esperen otra elección, otro Congreso, otra correlación de fuerzas. Las urgencias sociales no se alinean con los calendarios partidarios y la responsabilidad de gobernar exige tomar decisiones hoy, incluso sabiendo que son parciales, perfectibles y criticables. Rehuir ese deber, escudándose en la defensa de principios abstractos, es abdicar del mandato democrático.
La política no está al servicio de las ideas; está al servicio de las personas. Las ideas son herramientas que guían la acción pero no la terminan por definir. Esta distinción fundamental es la que permite que la política conserve su legitimidad. Cuando se olvida, la democracia empieza a parecer irrelevante. No es casual, entonces, que apenas un 44% de los encuestados en la misma CEP afirme que la democracia es siempre preferible a cualquier otra forma de gobierno (mínimo histórico desde que se mide). Esa cifra no se explica solo por el desencanto o desinformación. Se explica porque, incluso en democracia, los problemas no se resuelven. Y si algo nos enseña la historia de Chile y del mundo, es que la erosión democrática no comienza con los regímenes autoritarios, sino con democracias que no responden.
La política no tiene que elegir entre convicción y eficacia. Pero debe saber distinguir cuándo la intransigencia deja de ser coherencia y se transforma en negligencia. A veces, avanzar con imperfección es más ético que resistir en la pureza. Porque lo contrario —esperar el contexto ideal, la correlación perfecta, el todo o nada— no es valentía: es abandono disfrazado de virtud.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 10 de mayo