Durante más de treinta años, Chile avanzó como nunca antes: entre 1990 y 2022, la pobreza por ingresos cayó del 68,5% al 6,5%, mientras el ingreso promedio de las personas se triplicó, consolidando un éxito material innegable que nos convirtió en referente regional. Sin embargo, ese logro —que hoy se percibe como dado y distante— convive con una fractura social que no ha dejado de profundizarse. Esta paradoja nos acompaña hasta hoy, una historia de éxito que coexiste con un desgaste que las cifras no alcanzan a reflejar: la profunda erosión del tejido social.

El discurso del éxito omite con disciplina los datos que desmienten la narrativa: números que no aparecen en balances ni ceremonias, pero revelan con crudeza el pulso real del país. Chile es hoy el sexto país con mayor tasa de suicidio en América Latina: un dolor que late en jóvenes sin horizonte y en adultos mayores que sienten que dejaron de importar. A ello se suma la natalidad más baja de la región, ya cercana a los niveles más críticos del mundo.

Somos un referente regional en muchas dimensiones, pero esa condición se experimenta en una cotidianidad marcada por el agobio y la distancia. ¿Cómo imaginar un proyecto de país cuando la vida misma parece perder valor?

El problema no es la ausencia de políticas públicas, sino su desconexión con la vida real. En más de tres décadas se multiplicaron planes, reformas e instrumentos, pero en el camino se perdió lo fundamental: el propósito humano del crecimiento. Tenemos indicadores, pero no vínculos; cobertura, pero no cuidado. Las pensiones existen, pero no alcanzan. La salud es un derecho en el papel, pero una espera interminable en la práctica. El Estado se llenó de herramientas con estructura moderna y robusta —eficaces en lo técnico—, pero que ya no contienen ni convocan. Confundimos el diseño con el propósito, el dato con la experiencia, el crecimiento con el bienestar. Y cuando los medios se vuelven fines, el rumbo se desvía de su misión primordial: cuidar la vida en su dimensión más humana.

Reconocer esta paradoja no supone negar los logros: implica advertir que, sin reconstrucción del tejido social, ningún modelo se sostiene. La estructura crece, pero olvida a quienes debería sostener; las políticas se vacían de contenido humano y pierden anclaje en la realidad que pretendían transformar. Ninguna cifra basta si las personas dejan de verse reflejadas en ella. Cuando la política se reduce a indicadores y las instituciones se distancian de la experiencia cotidiana, lo que se quiebra no es solo la confianza, sino la noción misma de comunidad.


Nuestro desafío, entonces, es avanzar reparando el tejido social. La prosperidad alcanzada es la base; la fractura social, la urgencia. No falta diagnóstico, sino voluntad política y colectiva para subordinar los medios a los fines y volver a preguntarnos para qué sirve todo esto. La paradoja chilena es reversible, siempre que pongamos a las personas y sus realidades en el centro de cada decisión y de cada indicador. Solo así, el éxito material podrá transformarse en bienestar humano compartido. 

Catalina Karin es Investigadora de IdeaPaís. Columna publicada en El Líbero, el 15 de junio