Una noticia reciente pasó casi inadvertida: según el último Termómetro de la Salud Mental en Chile (UC y ACHS), los chilenos entre 30 y 39 años son el grupo etario que más declara sentirse solo (27 %) a pesar de estar en una etapa vital de alto contacto social. ¿Qué puede explicar, en medio de tanta interacción, que se instale con tanta fuerza la experiencia de la soledad?
En las últimas décadas, las instituciones sociales —familia, comunidad, espacios religiosos, entre otros— comenzaron a ser vistas y vividas como estructuras prescindibles, impersonales, incluso opresivas. Participar en ellas dejó de ser una práctica necesaria para convertirse en una opción más entre muchas otras. Esta transformación responde, en parte, a lo que el autor Rob Henderson ha llamado creencias de lujo: ideas que otorgan estatus moral a las élites culturales a bajo costo, pero que imponen costos elevados a quienes tienen menos redes y recursos. Desvalorizar el matrimonio o relativizar la importancia de la familia puede parecer liberador para algunos, pero deja a quienes menos tienen sin el factor que más determina su desarrollo a largo plazo.
En Chile, esa lógica caló hondo en la generación que hoy tiene entre 30 y 39 años. Crecieron en un país marcado por una ampliación significativa del Estado y el acceso masivo a bienes y servicios. Ese proceso que trajo avances indiscutibles, también instaló la idea de que el Estado podía reemplazar lo que antes ofrecían los agentes socializadores por antonomasia: la familia, la comunidad o las iglesias. Se asumió que era posible satisfacer todas las necesidades desde la provisión estatal, sin recurrir a vínculos duraderos ni pertenencias compartidas. El resultado lo tenemos a la vista: una generación que, habiendo crecido con más derechos y garantías que ninguna otra, experimenta hoy una profunda fragilidad relacional.
Según el World Happiness Report y el Índice de Felicidad (Ipsos), una de las mayores causas de felicidad es la familia y los vínculos sociales gratuitos e incondicionales. Precisamente eso es lo que hoy escasea. Mientras el 78% de quienes no se sienten solos no presentan síntomas depresivos, 37% de quienes reportan soledad sí los muestra. Hablamos del grupo etario que, en el discurso dominante, parecía tener todas las opciones sobre la mesa: qué ser, con quién estar, cómo vivir.
La soledad que viven miles de adultos jóvenes muestra que no basta con acumular experiencias individuales, si no se fortalecen los vínculos. Es un error minimizar la importancia de las instituciones so pretexto de que estas serían “impersonales” y que, por tanto, coartan la libertad individual. En realidad, las instituciones sociales no son impersonales ni meros distribuidores de funciones: ofrecen sentido de pertenencia, enseñan el amor incondicional y sostienen los vínculos en el tiempo. Por eso, cuando se debilitan, la caída no es igual para todos. El golpe siempre es más duro para quienes no tienen con qué amortiguarlo.
Emilia García es directora de estudios de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 09 de junio