La política consiste en mantener aquello que funciona bien y en cambiar lo que funciona mal, para que la vida de las personas en sociedad sea lo más armónica y funcional posible. El ejercicio de la política debe basarse en observar desapasionadamente la realidad y en la evidencia disponible para comprender los efectos de las medidas que se debaten, y luego deliberar en común, promoviendo políticas consistentes con la propia mirada normativa que se abrace.
Esta descripción —hoy, dramáticamente inocente y alejada de la realidad— tiene fenómenos que hacen fuerza en sentido contrario. Hay inmovilistas nostálgicos, que apuntan a dejar todo lo más parecido a «tiempos pretéritos». Hay refundacionalistas irresponsables, que quieren rehacer en cuatro años lo que se ha construido en varias décadas. Y hay populistas simplones, que aspiran a ser redentores ante las élites roñosas y egoístas.
Hoy Chile enfrenta un poco de todo. Pero hay un ingrediente más. El «Populismo institucionalizado». Avanza silenciosamente, pero con mucha fuerza. Se trata de dinámicas que suenan poco pero dañan mucho, que extirpan el sentido de contar con normas que rijan a todos. Son prácticas no necesariamente impulsadas por genios carismáticos, cuya característica es cambiar las reglas del juego, generando incertidumbre para todos los actores. Una verdadera incertidumbre bananera.
Ejemplos hay muchos. En 2021, en el marco del tercer retiro previsional, se incluyó por primera vez a los pensionados por rentas vitalicias. ¿Norma vulnerada? Se violó el derecho de propiedad de las aseguradoras al establecer obligaciones que estaban fuera de las condiciones contractuales suscritas por las partes. Segundo: El gobierno, ante la incapacidad de cumplir su compromiso fiscal —por la insuficiencia en el ajuste del gasto y negligencias en el cálculo de los ingresos— decide de la noche a la mañana modificar sus metas. ¿Problema? Se erosiona nuestra regla fiscal, base fundamental de los avances de las últimas décadas, con el pretexto de que «se hizo lo que se pudo». Tercero: el proyecto de ley de fraccionamiento de pesca vulnera el derecho de propiedad que las empresas pesqueras tienen sobre las licencias otorgadas por 20 años (faltan ocho años para que caduquen), lo que atenta directamente contra sus decisiones de largo plazo tomadas desde hace 12 años. Cuarto: en 2022, pasamos del voto voluntario al voto obligatorio. En los hechos, el monto de la multa para cada elección se ha definido por ley, la cual depende del ánimo que tengan los legisladores previo a las elecciones. ¿Efecto? Sin multa, el voto obligatorio no está asegurado, y queda la idea de que la regla electoral es negociable según la coyuntura.
Un país que promete y no cumple, que compromete reglas para luego desconocerlas, camina hacia una insostenibilidad sin retorno. Esto debe cambiar.
Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 22 de mayo