El pasado domingo se celebró el día del niño, una fecha que suele estar marcada por risas, colores, regalos y panoramas en familia. Pero mientras esa postal se repetía en todo el país, habían niños que miraban a través de la ventana. Entre el sobrecupo y la espera, en residencias llenas y con cuidadores sobrecargados, miles de niños que están bajo la protección del Estado viven sin hogar ni familia, cuidados por un sistema que hace lo que puede con lo poco que tiene. En 2023, el 37% de las residencias presentaban sobrecupo, casi el doble del 19% registrado en 2019, según datos de la Defensoría de la Niñez (2025). Estas cifras muestran lo que no queremos ver: seguimos fallando.
En 2017, una investigación de la Fundación San Carlos de Maipo reveló un dato que estremeció al país: uno de cada dos reos de la población penal adulta había pasado por un centro de menores durante su infancia o adolescencia. Nos impactamos por la crudeza del hallazgo, convencidos de que algo debía cambiar. Pero hoy, con una reforma que no reformó lo esencial, es cada vez más evidente que no bastaba con cerrar el SENAME si no se cerraban también las lógicas de abandono que lo sostuvieron.
El “hogar” de estos niños -residencias administradas por el Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia, más conocido como Mejor Niñez- está deteriorado y no cuenta con el personal suficiente. Los programas especializados, que debían marcar un precedente en el tratamiento de aquellos niños con graves problemas de salud mental, prácticamente desaparecieron del mapa institucional (es el caso de las Residencias de Alta Especialidad). Lo que antes nos escandalizaba hoy parece ser la nueva normalidad: los niños esperan atención psicológica mientras lidian con traumas no tratados, esperan que alguien los mire, los escuche, los entienda.
La promesa de una protección especializada, que iba a reemplazar al antiguo SENAME, no solo llegó tarde, sino debilitada. El financiamiento sigue siendo insuficiente: en promedio, el Estado aporta cerca de un millón de pesos por niño al mes en residencias administradas por colaboradores, cuando el costo real es el doble. La mayoría de las residencias familiares -que se pensaron como alternativa al encierro masivo- no cuenta con personal capacitado, ni con infraestructura adecuada, ni con la capacidad técnica de acoger casos complejos. Al mismo tiempo, se les exige a las familias de acogida reparar lo que el propio Estado no ha sido capaz de sostener ni promover. Mientras tanto, lo urgente se volvió cotidiano, y el abandono de los niños se ha convertido en una herida que mientras no se toque no sangra.
Si este es el sistema que hemos construido para los más vulnerables, ¿qué dice de nuestras prioridades como país? Cada vez que el Estado ha fallado en cuidar a un niño, no solo incumple su rol de garante, sino que falla a la promesa más básica que debemos mantener como sociedad: cuidar que los más indefensos sean protegidos. Tras el Día del Niño, sigue siendo urgente detenernos a mirar la crudeza de esta realidad, algo que estamos permitiendo. Hay niños que no tienen un hogar ni una familia, ni siquiera una cama. Y los estamos dejando crecer ahí, entre la espera y el abandono, como si el dolor fuera parte de su infancia.
América Castillo es coordinadora de universitarios de IdeaPaís y profesora. Columna publicada en El Líbero, el 21 de agosto.
