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A nadie se le puede adjudicar la figura del Papa Francisco. Ni a conservadores ni liberales; ni a progresistas ni tradicionalistas. No es que «no se deba»: es que no se puede. Su ser escurridizo a nuestras estrechas categorías mentales es uno de sus más grandes atributos. Y su particular testimonio oponiéndose a tradiciones superfluas es una manifestación de la austera fórmula a la que echó mano para reivindicar la dignidad humana, con la cual nos convocó y nos incomodó. A todos, y al mismo tiempo.

Cuánto bien hacen quienes nos incomodan. En tiempos marcados por la idolatría a la propia comodidad y por la torpe ilusión de que tendría algún sentido aferrarse a un puñado de certezas para despotricar vociferantes desde ellas, Francisco incomodó a millones con su visión radicalmente sencilla de la dignidad humana. Y esa sencillez resulta revolucionaria.

Su fuerza no radica en el «quiebre magisterial» que erróneamente se le imputa, sino en su original coherencia con sus antecesores y con el mensaje de Jesús. En sus 12 años de papado, defendió con igual énfasis la dignidad del niño no nacido, la del anciano enfermo, la de la mujer esclavizada, la del trabajador precarizado, la del migrante descartado. Su mirada es etimológicamente católica: universal, no ideológica. Y es esa coherencia la que —en buena hora— nos incomoda e interpela.

En momentos donde la identidad suele construirse por oposición, Francisco propone una ética del cuidado que desborda las trincheras. En Laudato Si’ dice: “No es coherente luchar por otras especies si no se protege también al embrión humano”. Palabras como estas no caben en un panfleto: no le hablan a una fracción de la humanidad, sino a toda ella. Pero la defensa de los más pequeños no se agota en los que están por nacer, sino que permea a los niños y a sus madres, condenando la práctica de la “maternidad subrogada, que lesiona gravemente la dignidad de la mujer y del niño”, que es “siempre sujeto de derecho y nunca un objeto de contrato”. Nadie, según Francisco, merece ser convertido en mercancía de intercambio.

Esa misma defensa de la dignidad humana motivó sus denuncias a estructuras que la constriñen. “No se puede seguir naturalizando la inequidad (…). Que no se nos haga costumbre que tantos trabajadores vivan en condiciones indignas, en la informalidad, en la precariedad. Esto es inaceptable, es inhumano”. Esta forma de hablar, que une al recién concebido, al obrero informal, al homosexual y al anciano terminal, no fue fruto de cálculos discursivos, sino de una inquebrantable convicción: la dignidad humana —al ser imagen de Dios— no se conquista, ni se da ni se pierde. Se reconoce.

Francisco nos recuerda que la dignidad de esas vidas no depende de sus capacidades ni de su opinión, sino del simple hecho de ser humanos. Ese recordatorio, tan antiguo como nuevo, es acaso su legado más profundo. 

Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 24 de abril

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