El clamor de la ciudadanía por mayor seguridad sigue siendo, con distancia, el más fuerte. Y a ratos, parece que estuviera ahogado por una dirigencia desorientada, que no encuentra o desperdicia herramientas útiles para procesarlo, como lo que presenciamos en la discusión sobre las Reglas del Uso de la Fuerza (RUF).
La última Encuesta CEP ayer nos mostró que el combate contra la «delincuencia, asaltos, robos» es una prioridad aún más acuciante que hace un año, muy por sobre las siguientes opciones (salud, educación y pensiones). Y también ayer supimos que el Gobierno —el mismo llamado a solucionar esos problemas— retiró con escándalo el carácter de urgencia al proyecto de ley sobre las RUF.
¿Por qué es importante la aprobación de estas reglas en la carrera de la seguridad? Hoy insólitamente carecemos de un marco legal que regule de manera precisa el uso legítimo de la fuerza por parte de las Policías y de las Fuerzas Armadas. La normativa existente tiene rango infralegal, lo cual no obliga a los jueces a seguirla. Esta ley, por tanto, es doblemente crucial: es una garantía de que las funciones de orden público se ajustan a la normativa en la práctica, y una protección para los agentes del Estado en el uso monopólico que tienen de la fuerza.
El Gobierno apoyó el proyecto originalmente, pero en el Senado hubo cambios que lo trabaron todo —destacando la eliminación de la proporcionalidad como principio rector del uso de la fuerza—. Y en un acto inaudito, el Gobierno (de nuevo, el mismo que debe dar seguridad) reconoció que no había consensuado una posición con su coalición sobre esas modificaciones, y retiró la urgencia para ganar tiempo (¿sabrán para qué?).
Este episodio supone un problema mayúsculo para el Gobierno del Presidente Boric. Mientras se demanda por mayor seguridad en el espacio público, se desperdicia una oportunidad única para que el Ministerio de Seguridad Pública comience a ganar justificación en la vida real. Bien sabe el Ejecutivo que los discursos de respaldo a Carabineros son humo (hoy sería «fumata negra») sin una traducción en reglas claras, exigibles, con estándares definidos para actuar y juzgar. El silencio normativo y la indefinición política son formas laxas de abandono, que consolidan la vulnerabilidad que padeció la fuerza pública durante el estallido social, sin protocolos sólidos y sin un marco legal preciso. Para peor, la violencia ha escalado en cantidad, en brutalidad y en diversidad, todo lo cual exige que el Estado —liderado por el (mismo) Gobierno— recupere el monopolio legítimo de la fuerza con responsabilidad y eficacia.
El Gobierno debe impulsar una política de Estado en esta materia, e imponerse ante los sectores gritones de su coalición, que pensando en votos, prefieren mantener viva su base del 30% de apoyo. De no aprobar estas reglas, su piso del 30% terminará siendo su propio techo.
Cristián Stewart es director ejecutivo de IdeaPaís. Columna publicada en La Segunda, el 08 de mayo