A menos de un mes del 4 de septiembre, la campaña por el plebiscito ya ha tenido suficientes polémicas y repercusiones. En la franja electoral ambos bandos han mostrado con más o menos éxito sus relatos e intenciones, cayendo más de una vez en imprecisiones o verdades a medias para convencer a los indecisos. En este contexto, los partidarios del apruebo explotan como bombo en fiesta las bondades de los nuevos derechos sociales, ofreciendo la Tierra Prometida a los fieles que elijan aprobar este místico texto.
A estas alturas, esto no debería sorprender a nadie. Desde el inicio de la Convención Constitucional asomó un diagnóstico claro: había que superar el Estado subsidiario y neoliberal para –al fin– tener una constitución que asegure derechos a todas y todos. Era así de simple. Escribimos un nuevo pacto que reconozca un Estado social, plagamos de derechos y reconocimientos a todo aquel que se nos ocurra y –por arte de magia– el 5 de septiembre de 2022 nuestra dignidad se hace costumbre.
Así, la franja del apruebo debutó con un trabajador y padre de familia de nombre Jaime, que decía apoyar la nueva constitución porque esta le aseguraría un sueldo justo y el derecho al descanso, por lo que ya no debería tener dos trabajos. Luego aparece un doctor de apellido Bronstein, quien asegura que con el sistema de salud propuesto se construirán más centros de atención primaria y hospitales. Y, para rematar, vemos a una mujer asegurándole a su familia que “la colusión va a ser imposible” gracias a este texto. Fines nobles y queridos por todos, por supuesto, pero con poco asidero en la realidad.
Si bien las constituciones pueden ser una herramienta útil para hacer frente a las desigualdades y urgencias sociales como las que Chile padece, la consagración de derechos sociales, por si sola, está lejos de ser suficiente. Es más, podría ser innecesaria para lograr este fin. Aunque ni a izquierdas ni a derechas les convenga reconocerlo, por muy poético que haya quedado redactado un derecho o anhelo, será siempre una promesa vacía mientras no exista un diseño institucional eficaz y una voluntad decidida para hacer posibles los cambios. El resto, como siempre, es y será música.
¿Por qué la propuesta de la Convención no sería capaz de hacer frente a las expectativas que están generando en la gente? La respuesta tiene al menos dos ámbitos relevantes y abiertos a discusión: primero, por el sistema político, y segundo, por el mecanismo de exigibilidad de los derechos.
Sobre el sistema político, vale la pena detenerse en dos de los problemas más graves del actual régimen a los que, sin embargo, la Convención no puso la debida atención. Uno es la evidente fragmentación política que se ha ido fraguando en el país, con quince partidos políticos inmersos en un sistema proporcional, sin incentivos para cerrar acuerdos legislativos. A este respecto, la propuesta mandata a la ley a crear un sistema electoral con paridad de género e igualdad sustantiva, sin hacer alusión alguna a mecanismos que generen mayor gobernabilidad y cooperación entre las fuerzas políticas.
En segundo lugar, aunque en la literatura existe suficiente consenso sobre la necesidad de fortalecer y reformar a los partidos políticos, nos encontramos con una propuesta que no solamente omite dicha aproximación, sino que habla de “organizaciones políticas”, concepto que pretendería ampliar la participación política formal a los “movimientos sociales” –tal como en la Convención–, debilitando aún más a nuestros ya alicaídos partidos políticos.
Sobre el mecanismo de exigibilidad, en el entendido que la propuesta no da solución a los problemas de inercia legislativa, parece quedar una opción sobreviviente: la judicialización de los derechos.
En esta línea, la Convención propuso en su artículo 119 la acción de tutela de derechos fundamentales, la que consiste en que los ciudadanos podrán reclamar ante tribunales de primera instancia por cualquier perturbación, privación o amenaza sobre sus derechos fundamentales reconocidos en la Constitución.
Aunque parezca razonable otorgar esta herramienta a las personas ante una evidente carencia política e institucional, las consecuencias de este tipo de soluciones pueden resultar peores que la enfermedad. Primero, porque se politiza enormemente la labor de los jueces –en desmedro del Ejecutivo y Legislativo–, obligándolos a interpretar conceptos amplios, vagos y difíciles de determinar, y a fijar políticas públicas concretas, sin tener la preparación profesional, conciencia o responsabilidad de la billetera fiscal, ni la legitimidad democrática para cumplir este rol. Por ejemplo, un juez interpretando las características de un trabajo “decente” o mandatando al Estado a proveer de soluciones concretas en materias complejas como la salud o la alimentación.
Además, al contrario del espíritu que lo antecede, este sistema genera más inequidades allí donde pretende disminuirlas, ya que los más desposeídos de la sociedad son justamente quienes menos poseen las herramientas o recursos para judicializar sus anhelos, favoreciendo en la práctica a quienes no necesariamente urgen de provisiones estatales.
En último término, pareciera ser que las promesas del apruebo se basan en una mezcla entre el voluntarismo encandilado y los manotazos de ahogado de los precursores de una propuesta que no tiene mucho más que ofrecer a la ciudadanía. Porque, para ser francos, ni Jaime dejará de tener dos trabajos o logrará tiempo con su familia, ni el doctor Bronstein verá erigirse nuevos edificios médicos por el solo conjuro de una nueva constitución. Al menos, no con esta.
Lo que está claro es que pase lo que pase en el plebiscito el desafío es uno: dotarnos de una institucionalidad vigorosa y bien pensada que pueda dar respuestas efectivas a las expectativas creadas. Alternativas hay, pero no sin antes tirar al tacho de la basura al constitucionalismo mágico de la Convención Constitucional.
Columna por Jorge Hagedorn, Coordinador del Área Constitucional de IdeaPaís, publicada por The Clinic en la edición del 15 de agosto de 2022.
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